La leyenda que no baja del podio

La leyenda que no baja del podio

Me declaro admirador incondicional de Bernard Hinault. La razón es sencilla. En mi infancia mandaba él: en el Tour, en mis chapas, en las revistas Miroir que compraba mi padre. A los más jóvenes les diré que este Hinault que ahora les observa desde la cincuentena era apuesto, orgulloso, combativo y si fue arrogante no lo sé porque yo todavía no distinguía esas sutilezas. Ahora, con perspectiva, advierto que Hinault también fue el último campeón sin calculadora, el último que quiso correrlo y ganarlo todo (cinco Tours, tres Giros, dos Vueltas, un Mundial, dos Liejas, una París-Roubaix, una Amstel... ¡y hasta un sprint en los Campos Elíseos vistiendo de amarillo!). Cuando un ídolo de juventud se retira, la preocupación del admirador es que la vida le encuentre un lugar adecuado a su leyenda. En demasiadas ocasiones vemos a campeones desubicados, en exilio permanente, glorias inútiles que acaban anunciando chocolate. Hinault, sin embargo, encontró su lugar. Su trabajo en el Tour, y más en concreto su tarea como relaciones públicas en el podio, da brillo al escenario y a cuantos pasan por allí.

Ignoro si todos los jóvenes a los que guía conocen su historia y muchas veces echo en falta una reverencia de los aspirantes al viejo campeón. Pero me conformo con tenerle localizado. Me divierte imaginar las dentelladas que daría a los flacuchos que pasea. Por eso no me pierdo un podio. Y si luego me detengo en las azafatas del maillot blanco es, lo juro, por inercia de caimán.