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El fracaso de los ingenuos

El fracaso de los ingenuos

El penalti y su contrario. En todo penalti hay varias ingenuidades, y en el que hizo anoche Piqué, el futbolista del Barcelona, incurrió en la ingenuidad máxima: que el árbitro no iba a verlo. Lo vio, claro, como todo el mundo. Darle esa oportunidad a Cristiano Ronaldo es como colocar un chicle en la puerta de una escuela. Ese fue el principal factor de desequilibrio, la ingenuidad temeraria de Piqué. Debe aprender de Xabi Alonso, que es viejo lobo de mar. Vio que Pedro se iba como una lanza hacia el dominio de Diego López, vino desde atrás con la fortaleza de un sudario y le dio el golpe adecuado para derribarlo sin que el árbitro se diera cuenta. El resultado fue una pillería, y no pasó nada. Hay que saber para faltar a clase, y hay que saber para hacer falta. Piqué no sabía que lo que hacía iba a exponer a su equipo a una situación dificilísima.

El consejo de Pep. Guardiola le decía a sus amigos, cuando entrenaba al Barça, que no era bueno no sentir cierto cosquilleo en el estómago antes de partidos como éste entre los dos grandes del fútbol español. Mi amigo Alejo Stivel, el que fundó Tequila, suele decir que si no estás nervioso pierdes. Pensé en eso en seguida que el Madrid marcó el penalti: no le hice caso a los consejos de Pep, empecé a ver el partido como si fuéramos a ganar de calle, y sentí en seguida que mientras pasa el rabo todo es toro. La tensión fue subiendo hasta los límites del silencio, pues los aficionados nos callamos cuando nos va mal, y vociferamos como si estuviéramos jugando cuando el equipo lo hace bien. Hubo de todo en la primera parte. El Barça dio motivos de cierto regocijo, pero el Madrid era el equipo letal que uno tiene en la memoria, el que te saca de quicio, el que te pone contra las cuerdas con un contraataque bien armado. En esa situación el aficionado tiene poco que hacer: la tranquilidad ya no es su territorio. El penalti, en fin, ya nos subió el miedo a la garganta.

Teoría (y práctica) de los contrarios. Messi salió a competir con Cristiano Ronaldo y consigo mismo. Y ganó Cristiano, de lejos; Messi no fue el jugador de antes ni siquiera el de siempre; su lentitud fue mucho más que insoportable; le desarrolló de tal manera que ese afán por superarse a sí mismo en la indolencia lo convirtió en un lastre del equipo más que una posibilidad. El suyo ha sido un fracaso en el momento en que subían los decibelios acerca de sus fallos reiterativos. En teoría, Messi era una posibilidad y en la práctica fue la patética expresión de la inutilidad en el área y fuera del área. Un desastre sin paliativos. Sin embargo, el portugués generó juego en cualquiera de las demarcaciones que ocupó; a los madridistas les gusta compararlo con Di Stéfano. Ya no les falta razón. Fue un futbolista práctico; y ganó hasta en la teoría.

El fracaso. Ha sido un fracaso muy sonoro como para convertirlo tan solo en una derrota. Es algo más; es un síntoma que se veía venir como los malos catarros. Ahora el catarro de algunas pérdidas en la Liga, después de la gripe de Milán, se ha convertido en una fiebre que inutiliza al equipo como si lo agarrotara. Roura se persignó al principio de la segunda parte. No le respondió el Cielo, y es que el Cielo no juega al fútbol. Anoche ni siquiera hubo un resquicio para que Messi lo señalara.

El abismo está abierto. Como el fútbol es así, este diagnóstico puede convertirse en exagerado en seguida. Pero de momento la enfermedad es grave. Ya que hablamos del Cielo, digamos que una recuperación inmediata sería un milagro. Y el sábado espera el Santiago Bernabéu.

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