Hushé: al otro lado del mundo

Hushé: al otro lado del mundo

(A mis amigos de Hushé).

Regreso de Hushé, una aldea que vive al margen del mundo tal y como nosotros lo vivimos todos los días. El valle que excava incesantemente el río Hushé es un pequeño mundo dentro del corazón del Karakorum. He conocido muchos lugares de montaña en todo el planeta, de los Andes al Himalaya, pero ninguno iguala a este. Es un valle con aldeas dispersas que trepan por las laderas de las montañas, empapado de la sabiduría de pobre y orgullosa gente que sobrevive desde hace siglos entre riscos perdidos, altos collados y montañas inaccesibles. Aquí la vida siempre está al límite. En invierno la nieve cubre las aldeas durante casi seis meses, y en verano sólo quedan tres meses para recoger la siembra, llevar al ganado a los altos pastos y acompañar a las expediciones.

Las mujeres son las más sacrificadas y trabajadoras que he conocido. Los hombres son tan duros como el granito del que se forman estas montañas. Se afanan en ganar el poco dinero de todo el año porteando para las expediciones, algo que este año ha arruinado el atentado talibán que ha acabado con 11 alpinistas y un cocinero de la aldea. Pero no se doblegan fácilmente y siguen rehaciendo su vida intentando olvidar la violencia que, poco a poco, se impone en los rincones más remotos de Pakistán. Siempre que cruzo ese río, en un sentido u otro, siento algo especial. Allí acaba bruscamente el sentido de la civilización tal y como nosotros la conocemos y comienza, como un enigma en soledad, un misterio formado por grandes picos, un paisaje desgarrado, descrito como “la más genial expresión de las fuerzas orogénicas del planeta”, con torres de roca que se elevan abiertas como heridas y personas rudas y valientes que desconocen el miedo y el confort. Para entender este mundo hay que conocer a mis amigos de Hushé.

Desde hace casi treinta años visito este lugar y desde entonces intento ayudar a estas gentes que me acogen como uno más de ellos. Es un intento de devolver un poco de lo mucho que me han dado. Rezan por mi, se preocupan por lo que hago y me desean larga vida con una sencillez que desarman incluso a un escéptico como yo. Todos los veranos vuelvo a Hushé, esta vez con siete amigos, para respirar otro aire, para encontrarme hechizado por el Karakorum, que es un símbolo del mundo de las montañas, y sobre todo para sentirme a gusto con sus gentes que son mis amigos. Con Karim, Hussein, Aktar, Sher Ali, con todos los que me han acompañado en esta vida de aventuras. A este lado del río, a nuestro lado, crece eso que el Duque de los Abruzos, explorador de esas tierras, denominó con acierto “la hipocresía de los hombres civilizados”. Allí, sin embargo, sólo crecen las montañas hasta tocar las nubes. Siempre que llego me están esperando buenas gentes, hombres, mujeres y niños, con los brazos abiertos.

Estoy en una isla, al margen de las prisas, del teléfono y el Internet. En Hushé perteneces al mundo oculto, vivaz, sencillo y profundo, donde las emociones y los sentimientos se amplifican. Donde somos nosotros, sin más, sin artificios ni herramientas. Al otro lado del río, se extiende otro tiempo, al otro lado del tiempo y del mundo. Son pobres gentes, a las que les falta todo: educación, agua corriente, salud, higiene. Pero son orgullosas, fuertes, nobles, leales. Sorprende que en este mundo agreste y duro, casi inhabitable, las gentes derrochen amabilidad y agradecimiento. Me buscan con una cordialidad tan profunda como tal vez sólo puede mostrarse en este remoto punto. Me llevan a visitar la tumba de su pobre vecino asesinado, mientras su mirada se pierde en las montañas. Jamás había entrado así en ningún lugar. Jamás, aquí al lado, los hombres civilizados me han hecho compartir esa emoción.

A todos vosotros lectores, que pensáis que ser solidarios no es una de las opciones, sino la única opción, quería haceros cómplices de este secreto: al otro lado del río, en el corazón de las montañas castigadas por un perpetuo vendaval, allí donde la fuerza de lo sencillo se expresa con rotundidad y fiereza, allí me esperan hombres y mujeres, niños, glaciares o desiertos, allí habita la verdadera cara de lo que soy, la emoción compartida en honduras humanas que no se ocultan. No es sólo la aventura emocionante, la fascinación de los paisajes lejanos e intocados, es sobre todo el hondo afecto con el que somos recibidos en esos otros mundos, al otro lado de todos los ríos que casi nadie se atreve a cruzar… Y que es necesario cruzar.

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