Océano Sur, alma tormentosa

Océano Sur, alma tormentosa

Estamos en el mar rumbo a las Malvinas. Buena noticia para nuestros planes de regresar a casa por fin y muy mala para los estómagos de los menos marineros de entre los que vamos a bordo de Le Sourire. Las olas rompen con fuerza contra su quilla mientras subimos y bajamos sin descanso por lomas de agua plomiza como el cielo con el que se alía en un horizonte nada alentador.

Sin duda, el Océano del Sur nos está demostrando que se merece, palabra por palabra, su fama. Ningún mapa lo recoge pero así denominan los marinos —desde que el capitán Cook escribiera en uno de sus informes “Océano Austral”— a la extensión líquida que une, al sur, el Atlántico, el Índico y el Pacífico. Más al sur sólo queda la desolación de la Antártida. Para ellos merece un nombre propio porque tiene “alma” propia: despiadada y salvaje. Pertenece a esa exigua estirpe de espacios en los que la Naturaleza conserva todavía el poder de empequeñecernos; donde experimentar en toda su crudeza la soledad salvaje del mar.

Auténticos trenes de borrascas recorren esa inmensidad sin obstáculos, lo que les va dando más y más poder generando olas gigantescas. La más alta de la que hay constancia fiable, 37 metros, se midió en él. “Hic sunt dracones” (“Aquí hay dragones”) escribían en los mapas los cartógrafos europeos sobre las regiones de las que desconocían todo y como aviso de los muchos peligros que podían acechar y que todavía es hoy válido para los que arrostran esta masa de agua remota. Y cuando esas borrascas se topan con un estrechamiento de tierra, como por ejemplo el Cabo de Hornos, no muy lejos de donde ahora estamos nosotros navegando, lo convertían en un infierno líquido y muchas veces letal para quien lo estuviese atravesando.

No en vano, en las épocas anteriores a la apertura del canal de Panamá, se conocía como la “ruta de los muertos” a la que llevaba a los navíos a este rey de los cabos muy cercano a los 60º sur, los temibles “Sesenta aulladores”. Otros simplemente lo conocían como “el agujero”. En aquellos tiempos heroicos, cruzarlo a vela de este a oeste, contra el viento y las corrientes dominantes, podía necesitar semanas.

El Bounty, donde viajaba un bastante impresionado Darwin, tardó 29 días en lograrlo. No era infrecuente que algún marinero no soportase la tensión y se suicidase lanzándose por la borda. También se solía poner una gran lona detrás de los que llevaban el timón para que no viesen las olas que les venían por popa y huyeran aterrorizados. Desde luego ellos experimentaron lo que Herman Melville, autor de “Moby Dick”, denominó como “esa impresión de absoluto terror al mar.”

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