Retrato de una melancolía

La vida es un abismo; en el momento en que el carrusel se acaba los golpes del azar del fútbol ya no importan nada; lo que queda es la mueca del tiempo, la sensación de que tanta tristeza no es posible que se concentre en el semblante asustado de una persona. Y todo ello, toda esa metáfora, se fue haciendo rostro en Tito Vilanova; la última imagen que vimos de él, en la televisión, parecía parte de una sombra que se resguardaba de los demás junto a su hijo, viendo un partido del Barça. Antes, por supuesto, estuvieron sus gestos, sus consejos al oído de Guardiola, sus propios gestos, cuando ya la enfermedad lo había señalado, al frente del primer equipo.

En medio hubo otras tragedias personales, algunos malentendidos, y finalmente, para los que los seguimos a ambos, la evidencia de que él y el entrenador al que se le asocia, Guardiola, habían restituido la amistad que quisieron quebrarles. A los aficionados al fútbol se nos hurta a veces la historia de estos personajes secundarios de la gloria, pero todos en un momento determinado de la vida de Vilanova supimos cuán esencial fue su sentido común y su lealtad para que el Barça mejor de la historia de los últimos decenios ocupara su sitio en nuestra memoria. La enfermedad que lo acosó como un árbol siniestro, y que finalmente ha caído sobre él, interrumpió una carrera y también rompió un equilibrio. Aquel Barça que dejó Guardiola parecía hecho a la imagen y semejanza de dos; despedido porque quiso (o vete a saber por qué) el arquitecto principal de ese edificio, le tocaba a Tito rehacer el ánimo del equipo, pero la mala sombra que dio el árbol del azar dejó hecho trizas ese porvenir. Ahora ya no está Tito, y es para siempre. Ahora su rostro, en aquella penumbra, se confunde con su rostro en los últimos tiempos del banquillo, y el resultado es una enorme melancolía. El barcelonismo sabe que en Tito había una lealtad que ahora se convierte en monumento de recuerdos.