Los ultras tienen que desaparecer...

El fútbol hace desde hace años un experimento insensato que no se hace en ningún otro ámbito de las actividades humanas: concentrar regularmente a lo más violento e irracional de la sociedad. A cada partido van bastantes miles de personas, entre las que hay de todo. Me figuro que si reuniéramos permanentemente a la minoría más culta, benéfica y generosa de entre la asistencia, ese contacto frecuente alumbraría estupendas iniciativas para la Humanidad. En lugar de eso, reunimos a los más bárbaros, seleccionados con paciencia de años. Les damos sitio fijo, facilidades económicas y protagonismo.

Y, claro, no puede pasar sino lo que pasa: un contagio de barrabasadas que cada poco tiempo provoca un sobresalto o una tragedia. La barbarie alimenta la barbarie y esa concentración de ultras que se permite y alienta en todos los campos menos en el del Barcelona (Laporta señaló el camino, y no el dedo de Mourinho) es, bien mirado, una locura. El pretexto es que animan y dan colorido, la esperanza es controlarlos con un manejo adecuado de prebendas. Pero no funciona. Funciona lo de Laporta. Por cierto, el Barça ganó seis títulos el año en que prescindió de esa ‘animación’.

No, no son necesarios para ganar ni para ambientar, y aun si lo fueran, el precio sería demasiado alto. El Manzanares vivió un partido raro, la mañana festiva se convirtió en un disgusto teñido de culpa colectiva. Cuando el Frente Atlético quiso arrancarse varias veces con sus cánticos, el resto del público le hizo callar. Un buen gesto, pero no podemos ignorar cuántas veces antes se les han consentido, y hasta reído, gritos repugnantes, como ‘Zabaleta, era de la ETA’, ‘Illa, illa, illa, Juanito hecho papilla’ o ‘El Retiro es español, no es un parque de Ecuador’. Demasiada condescendencia.