El grito que silenciaba el graderío

Ahora ya sabemos qué decía Cristiano Ronaldo cuando marcaba cualquiera de sus numerosos goles. Gritaba, pero el graderío no dejaba entenderlo.

Es interesante este episodio de lo que vamos conociendo del justamente premiado héroe madridista. A los que no somos del Madrid nos pasa, como es natural, lo contrario de lo que les sucede a los madridistas. Aunque Messi esté debajo de una ducha de agua fría, y se enfade y se enrabiete y expulse el vómito de sus dudas, nosotros somos de Messi; nos gusta lo que hace; un pase bueno en un partido ya es como aquella famosa jaculatoria: una palabra tuya bastará para sanarme.

Esto de la pasión por el fútbol genera monstruos: lo que no soportamos de otros (la arrogancia, incluso la tristeza) lo soportamos de los nuestros, lo deploramos de los otros. Cuando Cristiano dijo que estaba triste, hace algún tiempo, nosotros nos burlamos de los efectos de esa tristeza; pero cuando se puso triste Messi nos pareció que la burla sobre él era un pecado de lesa envidia.

Cuando éramos chicos coleccionábamos cromos de nuestros héroes; de mayores coleccionamos actitudes, y nos olvidamos de aquellos que nos parecen más estridentes si luego en la cancha los futbolistas nos hacen felices. Si no fuera por el fútbol… Si no fuera por el fútbol nos perderíamos razones para la melancolía o para la felicidad del domingo o del miércoles; tendríamos los aficionados una vida más plana y sobre todo tendríamos menos sobresaltos en torno a algo que no se puede remediar.

La filosofía y la práctica de los aficionados incluyen, además, alegrarse del triunfo propio y ponerse mohíno por el triunfo ajeno. Mi amigo, y cordial adversario, Tomás Roncero, a quien he visto ahora pendiente de la ouija, tiene dicho que él querría que el Barça perdiera hasta en los entrenamientos; algunos no hemos llegado a esa perfección de deseo perverso pero estamos cerca. Anoche queríamos que el Atlético, que fue nuestro rival unos días antes, remachara su tarea eliminando al equipo de Cristiano. Y nadie lo dirá porque es políticamente incorrecto, pero ¿a qué no adivinan qué futbolista querían los barcelonistas que ganara el Balón de Oro si no lo ganaba Messi? Pues eso, somos rencorosos y no tenemos remedio: somos fanáticos del fútbol igual que somos fanáticos de la madre que nos parió.

Lo cierto es que ganó Cristiano, debo decir que porque se lo merecía, como dijo el propio Messi. Lo que no esperábamos es que, después del triunfo, el más importante delantero del Madrid después de Di Stéfano lanzara ese grito que, como el famoso cuadro de Munch, fue un grito que escondía detrás una historia que ahora ya deben escribir los cristianólogos, Roncero el primero. Es fuerte y duro, como de gigante en la selva, y apela a una enorme manada que es la que se congrega a su alrededor cuando, después de sus trallazos, el gol ya es una realidad. No tengo capacidad para hacer la onomatopeya que lo describa, pero soy consciente de que a mi me sonó, eso seguro, distinto a cómo le haya sonado a los amigos madridistas.

Estamos más acostumbrados a los susurros de Messi. Pero esta vez éste ni suspiró de decepción. Estaba de acuerdo con el júbilo del que gritaba, aunque lo silenciara el estruendo de la grada.