Juanma Trueba

La noche que Bale hizo la cobra al Santiago Bernabéu

Taparse los oídos con las manos es un gesto habitual en los niños que se niegan a escuchar algo, generalmente una reprimenda paternal. En busca de una mayor insonorización también es un recurso frecuente el tarareo de una canción o la repetición de un latiguillo burlón: habla chucho, que no te escucho. Los niños, sobra decirlo, son seres adorables.

La primera lectura de la celebración de Bale, la más evidente, es que quería aislarse de los aplausos del Bernabéu, probablemente como respuesta a los pitos recibidos en los partidos anteriores. En cierto modo, por orgullo o por despecho, Bale hizo la cobra al estadio, le retiró la mejilla. Cualquier varón que haya practicado ese movimiento defensivo habrá disfrutado de una brevísima sensación de poder que sólo compensa a las mujeres, seres tan adorables como los niños.

El poder también es relevante en este caso. Después de ser criticado durante semanas, Bale se comportó como el soldado del que hablaba el entrañable proyeccionista de Cinema Paradiso. Enamorado hasta las cachas, el militar del cuento fue desafiado por su princesa: “Si puedes esperar cien días con sus cien noches bajo mi balcón, seré tuya”. El soldado esperó una noche, diez, veinte… ochenta, noventa. “Las aves se posaban en su cabeza, las abejas lo aguijoneaban, pero él no se movía. (…) Cuando la nonagésima novena noche llegó, el soldado se levantó, tomó su silla y se marchó”.

Si Bale busca una venganza plena sólo tendrá que marcar dos o tres goles en el Camp Nou y, acto seguido, anunciar su fichaje por el Manchester United o por el Chelsea (esto sería aún más doloroso). Por fortuna, no hace falta llevar las cosas tan lejos.

En las grandes historias de amor, después de una cobra venenosa se impone un beso con taladro atornillador. Sólo falta encontrar el momento propicio, el siguiente gol, Bale abierto de orejas y el madridismo con los brazos abiertos. Muac. Kiss. Ñam. Ya conocen el resto.