Torres marcó el quinto penalti

Pasó el Atlético. Ya está en cuartos. Hay que medir lo de anoche en sus justos términos estadísticos: una vez de cada tres, o poco más, se consigue dar la vuelta a un uno a cero en la ida. Es tarea difícil. Hay que ir hacia arriba con un ojo atrás, atacar sin descuidar, controlar el entusiasmo que desciende de la grada y cuyo contagio puede ser, paradójicamente, fatal. No hay que alejarse de la idea de que un solo gol del contrario desbarata dos goles propios. Hay que ser mitad héroe, mitad calculador. Es algo que al Atlético no le cuadra del todo, que no está en su esencia, pero que anoche era obligado.

Por eso el partido discurrió siempre por un camino equívoco. El público fue indesmayable, el equipo, calculador. El impulso bajaba de la grada, en el campo se manejaban los tiempos. En ese tira y afloja, Simeone jugó con dos barajas: con las manos en alto, agitaba al público los pocos momentos que éste aflojaba; con las manos bajas llamaba a los suyos a la prudencia cuando se dejaban arrastrar. Tampoco el Bayer estaba para mayores heroísmos. No buscaba el gol, esperaba que apareciera en algún descuido local. Pero en días así el Atlético no comete descuidos. El Bayer se quedó sin gol.

Y el Atlético se quedó con uno solo, remate de Mario desde fuera, antes del descanso. Gol que dio paso a un equilibro que nadie quiso romper, así que acabamos en los penaltis. Ahí se concentró toda la emoción de la eliminatoria, con fallos alternados, paradón de Oblak en el primero (héroe por accidente, pues salió por  lesión de Moyá) y quinto penalti marcado por El Niño Torres, al que el Destino tenía guardado este guiño. La sabia prudencia de Simeone tuvo su premio. También el apoyo indesmayable de la afición del Atlético. Ya está en cuartos y mira a Berlín con tanto derecho como cualquier otro.