El cabreo del bajito

Messi. Hay somnolencias que abrigan sueños de grandeza; despierta Messi y se encuentra con el dinosaurio del gol; segrega las endorfinas de su cabreo monumental y se pone al servicio de la historia. Jordi Martí en Carrusel recordó anoche ese cuento de Monterroso como reflejo pavliano del gran futbolista argentino; pero hay otro cuento, de Fontanarrosa, el gran humorista paisano de Messi, que se parece como una moneda a otra a este raro futbolista perfecto.

La pelota. En ese cuento un muchacho va por las calles polvorientas de la ciudad en la que nacieron el cuentista y el futbolista; una pelota sigue a ese muchacho como si estuviera atada a sus pantorrillas. No va atada, claro, es la prolongación de su sombra. El segundo gol de Leo Messi, el que acaba en una vaselina sublime a un portero hasta entonces insuperable, hecha de tiralíneas y de alma, fue fabricado por ese muchacho que inventó Fontanarrosa.

Dormir. Durante los setenta minutos que duró la agonía del Barcelona, esa lucha desigual contra la suerte y por tanto contra el Bayern Múnich, muchos pensaron que Messi dormía o estaba de parranda con las pesadillas; en algún momento, en efecto, cuando empezaba la segunda parte, se quedó mirando fijamente a la nada, como si un horizonte de penumbra le aguardara al final del túnel de un recuerdo: cuando el Bayern acabó con el Barça con dos brochazos. Su despertar no tuvo que ver tan solo con esa pituitaria competitiva que lo anima desde chico; lo que lo hizo tomarse a pecho el futuro, y por tanto esta Copa de Europa, fue la afrenta del colegiado Nicola Rizzoli sobre su amigo Neymar.

Penalti. Neymar fue derribado ignominiosamente, o así lo ve este aficionado; y Messi, que es aficionado también, tuvo una oportunidad mejor que la que tenemos los que estamos ante la tele o en la grada: él puede vengar a su amigo y a su equipo, así que empezó a regatear como si disparara contra el mundo, que en ese momento se llamaba Bayern. El resultado de su disparo fue el descubrimiento de la luz que le abre al Barça un túnel que parecía cegado.

Pep. Ese disparo ennegreció una visión que durante todo el partido, hasta ese minuto del gol de Messi, había sido una mirada doble, al banquillo de Guardiola y al banquillo de Luis Enrique. El afecto entre los dos técnicos es verdadero, inusual en el fútbol, porque se hizo sobre las brasas de dos amores distintos que confluyeron en un amor verdadero al color azulgrana.

Enfrentamiento. Pero los dos se enfrentaban, y el corazón de ambos, como el de los aficionados que somos del Barça, estaba dividido: queríamos que ganara el Barça (acaso como lo recóndito del corazón de Pep), pero respetábamos el sentimiento de derrota (si se producía) del mejor entrenador que ha tenido el Barça en toda su historia. Me fijé en Pep, triste. Y me imagino a ese Pep triste en el banquillo del Barça si se hubiera roto el equipo azulgrana como anoche se rompió el Bayern.

Epílogo. Me gustó ver cómo se abrazaban, antes y después del partido, Pep y Luis Enrique. Demasiada historia buena en ese abrazo; mucho respeto mutuo y mucha historia. Hubiera quedado en suspenso (y quizá lo está, quién sabe) si no hubiera ganado ni uno ni otro. Eso lo dilucidó, como suele hacer siempre, el cabreo del bajito.