Jugarse la vida sólo por satisfacer una pasión

Estremecedor el testimonio de Kevin Pinkstaff. Ha vivido una experiencia de ésas que recordará durante toda su vida... y no precisamente agradable. Se siente, claro está, afortunado por haber salido indemne de un accidente dantesco, un alivio que se contrapone con el dolor de haber perdido a dos compañeros, a dos pilotos con su misma pasión por la competición. Las palabras que recoge Héctor Martínez no tienen desperdicio, en cuanto proceden de uno de los protagonistas de ese caos, de alguien que vivió en primera persona y muy de cerca todo lo ocurrido. Tanto, que él mismo también acabó por los suelos. Y de ellas se confirma lo que hemos venido analizando desde que se produjo el fallecimiento de Rivas y Martínez: algunas circunstancias son inevitables en las carreras, ciertos riesgos se pueden minimizar pero jamás eliminar por completo.

Pinkstaff relata con detalle lo que se intuía a simple vista. En un pelotón lanzado a toda velocidad, justo después de que las motos se pongan en marcha en parrilla, es prácticamente imposible esquivar a un piloto con problemas en esos primeros cientos de metros. Cuesta ver a quienes están sólo un poco más adelante porque, según los cálculos del estadounidense, en esos instantes debían rodar ya por encima de los 160 por hora. Así que el peligro está siempre latente y el impacto es terrorífico. Por eso a quienes compiten sólo les quedan dos alternativas: asumir ese riesgo... o dejarlo. Explica que correr es mucho más que un simple trabajo, sin esa pasión que les lleva a buscar los límites sería impensable asumir que todo puede acabar en un pestañeo. Algo que también hace extraordinario a este deporte, único y capaz de atrapar a quienes aprecian su grandeza.