El centro es la cuestión

Iniesta. Para acabar de orquestar esa sinfonía modélica que el Barça se trajo del Camp Nou había que buscar un referente en la tradición, más que en el presente, o al menos había que conjuntar un tiempo con el otro. El referente, el pivote que hace girar al Barça de Luis Enrique al ritmo de Guardiola y de Cruyff, es Andrés Iniesta. El de Albacete, más aún que el brasileño Neymar, ha heredado de ambas escuelas la esencia del fútbol que le enseñaron, aligerado por el fútbol más rockero de Luis Enrique: Iniesta baila jugando, como si en efecto lo que hace sea baile y no estrictamente fútbol.

Ronaldinho. Hemos creído que Neymar es la reencarnación de Ronaldinho, y sin duda lo es por la floritura que encarna su concepto del fútbol como samba o como juerga; pero en realidad quien maneja la clavija del fútbol total, incluyendo en su caso el baile, pero también la destreza en el pase, la potencia del disparo, es Iniesta. Acaso por eso, en esta goleada que el Barça quería pero no esperaba, él jugó hasta que se fue del campo el papel de aquel legendario mago del toque. Y por eso, además, el Bernabéu acometió otra vez una hazaña rara, aplaudir al contrario. Hace años, con ocasión de una goleada que entonces fue histórica, los aficionados madridistas aplaudieron al astro de Brasil. Esta vez los aplausos nimbaron al albaceteño al irse al vestuario.

Mercosur. El Mercosur del fútbol juega en la delantera del Barça, y ayer hizo su cosecha casi completa, porque no se estrenó Messi, y falta no hacía, porque el resultado lo halló ya maduro cuando entró en el campo para decir, simplemente, “aquí estoy yo, no he faltado”. Ese Mercosur está compuesto de un brasileño, un argentino y un uruguayo. Amparados por la sombra juvenil de Busquets y de Sergi Roberto, este tridente que tanta gloria le está deparando al equipo de Luis Enrique se mueve por el campo como si fueran los danzarines de Franco Battiato, y ya no hay en ellos la rémora que los hizo bellos (en el fútbol) pero inquietantes en su sequía. Ahora juegan y marcan. El primer gol de Luis Suárez, cuando el Madrid pedía agua y sosiego, más aun que el que traían de la siesta, fue un ejercicio de maestría que dibujó simbólicamente el tenor del partido: Sergi Roberto sirvió una pelota a-lo-Xavi e hizo que la pierna del uruaguayo se dispusiera de modo que fuera inapelable su tiro. Keylor Navas, tan buen portero, no mandó a sus naves a luchar contra estos elementos.

El Madrid. Hay mucho de tristeza en el momento del Real Madrid; y la tristeza que evidencia no está en este resultado, a mi parecer; proviene de un bajón de temperatura emocional que debe depender de una complicada relación en el vestuario, no solamente vivida por el cuerpo de jugadores sino por el cuerpo de los técnicos. Desde antes de empezar la temporada se han producido en la entidad (presidente-jugadores-técnicos) una serie de desentendimientos que han sido puestos de manifiesto por la prensa y, en baja frecuencia, por los propios técnicos. El resultado es este carácter mohíno que simboliza Cristiano Ronaldo, antes tan enchufado. Al Madrid le falta electricidad, ilusión, capacidad de drama, ese espíritu que lo ha hecho tan importante en su historia.

El futuro. Ahora que estamos en España en periodo electoral, y todos los partidos buscan el centro, este partido de anoche parece indicar un camino: la revolución, en efecto, está en controlar el centro. Esa revolución la acometió decisivamente el Barcelona. El Madrid perdió el centro en seguida, anestesiado por la táctica más que animado por el ingenio. El resultado indica un camino para el Barça, que es el camino del futuro; al Madrid lo manda al rincón, a confesarse o a recapacitar.