Empate a pájaras

Messi. Duerme despierto, por decirlo así; cuando al Barça le dolía todavía más de la cuenta el gol del Atleti, tan justo entonces, el delantero más importante del mundo se benefició de una jugada que venía con su sello y puso al equipo en el camino correcto. Hasta ese momento en que el fútbol barcelonista se reorganizó para darle sosiego a la marabunta madrileña el equipo azulgrana se había adornado con sus tópicas resacas de la media tarde, entre melancólico y escéptico. En medio de ese tránsito el más adormecido era Messi, porque de él siempre se espera más. Y dio de sí lo que siempre da: precisión súbita, ganas de ganar. Y marcó tras una serie de pases que parecían hechos solo para él. Cuando Filipe Luis casi lo deja con la rodilla en el aire parecía que el Atlético había enviado a un soldado a molestarlo y disuadirlo de jugar. Messi no es destructible, menos cuando le entra rabia. Y ahí lo que sancionaba el jugador expulsado era la rabia de Messi, que es gran parte de su genio.

Neymar. En las mismas anda Neymar. Con Suárez, que es más rápido de mente que de piernas, el brasileño le ha traído a Messi la contrapartida perfecta. Messi piensa con el balón en los pies, va improvisando; Neymar dibuja la jugada mentalmente. Los dos son reiterativos, lo cual hace más ilógico que no le cojan el tranquillo los contrarios. Hacen siempre lo mismo, los tres del tridente, pero nadie es capaz de dominarlos cuando están en plenitud. Los asiste la intuición del otro, de lo que va a hacer el enemigo. Así salvaron una primera parte que el Atlético comenzó dominando mientras el Barça dormido miraba con la boca abierta y el árbitro debía sorprenderse de la aspiración de impunidad que los jugadores rojiblancos se atribuían mientras apaleaban a los mejores delanteros azulgranas.

La siesta. Pero el Barça mantiene la tradición de las siestas cuando más peligroso se pone el partido. Como si esa melancolía que habita en su alma desde siempre resurgiera cuando más necesita los puntos o la gloria. Se resigna como si ya hubiera ganado; y en este caso el Atlético diezmado volvió a arrollarlo cuando parecía vencido. Esos minutos de la segunda parte en que Bravo y la suerte arrostraron juntos la mala gestión del triunfo puso una y otra vez en peligro a un equipo que parecía nacido esta vez para ganarlo todo. Pero el Atlético tiene sus propias pájaras. Después de haber usado lo mejor de su milicia para acorralar otra vez al Barcelona, Godín imitó innecesariamente a Filipe Luis y dejó su equipo a merced de un Barcelona que seguía con su siesta como si ya hubiera goleado. El peligro no amainó porque aunque se fue Griezmann ahí siguió el Atlético cuando más peligroso parece, como Messi: cuando está herido.

La fortuna. Se quedó con nueve y por ese boquete no sufrieron tanto como cuando Messi tomó, brevemente, el control del partido. Fue suficiente, pero no se fue el Barça tan feliz. El Barça ganó por fortuna, por su propia fortuna. Su pájara fue equivalente a la del Atlético; ahí se acabaron los empates, porque el Barça ganó y se coloca aún mejor en la Liga. Pero su fútbol, que aspira a la gloria, fue parejo con el de cualquier equipo que se le oponga en la parte inferior de la Liga: se volvió vulgar; destellos poderosos de los suyos sirvieron más para la galería que para el marcador, y si no empató el equipo de Simeone fue porque dios (en este caso, Messi) es grande. Y porque dos jugadores del Atlético creyeron que todo el monte es orégano.