Viva América

De igual manera que la generación a la que pertenezco se hizo, en el ámbito periodístico y literario, con Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, por nombrar a dos figuras que representan el boom latinoamericano, debo decir que, en lo que respecta al fútbol, nosotros nacimos a la pasión por este juego infinito (así se titula el último libro de Jorge Valdano, El juego infinito: excelente) gracias a América Latina.

De hecho, en las propias islas canarias, donde nací, ese fue el estilo de fútbol que prendió en los terrenos (¡terrenos, si eran campitos!) de juego, el que jugaban los jóvenes y el que practicaban los veteranos. Juego al toque, despacio, buscando con precisión al que estaba lejos, juego de regate (como aconsejaba Cruyff, y recoge Valdano en ese libro suyo). Cuando yo era un chiquillo y hacía crónicas de fútbol para un periódico de Tenerife, Aire Libre, ése era el fútbol que había prendido. Nosotros lo seguíamos por la radio, porque entonces no había televisión. Pero los nombres, y el estilo que traían, se nos quedaron presentes en seguida: Didí, Vavá, Alcides Silveyra, Julio César Benítez, Eulogio Martínez, Evaristo Macedo, Ramón Villaverde… ¡y Di Stéfano! No se puede escribir ese nombre, ¡Di Stéfano!, sin interjecciones, pues él fue el que trajo el estilo y el desmentido del estilo.

El estilo, se decía, era el fútbol lento, o lentificado, el que luego incorporó al repertorio español el gran Romario (antecedente de Laudrup), propio de aquellas latitudes en las que la prisa no se condimenta con nada porque no tiene sabor. Pero Di Stéfano (¡Di Stéfano!) cambió la receta a su modo, y del mismo modo que Pelé hizo lo que le dio la gana con la pelota (como luego haría Maradona, como ahora hace Messi), el gran don Alfredo fue lento cuando quiso y apretó el paso cuando quiso también, para aproximarse sobre todo a Paco Gento, que lo urgía desde una banda en la que refulgía como un arma atómica.

Ese fútbol se fue asentando en Europa y alcanzó (alcanza ahora, sobre todo) el carácter de un estilo universal. Ahora el fútbol admirable es ese de combinaciones y sugerencias, que aspira a la belleza y a la excelencia, que huye de la velocidad por sí misma y de la agresividad como un valor. Y el fútbol que se le opone es el que desvaloriza esas actitudes y prefiere el patadón y el catenaccio, que en los años juveniles de mis tiempos eran una pesadilla y un atraso.

Ese fútbol latinoamericano, pues, prendió entre nosotros, creó escuela y subyugó a los espectadores, de los campos y de las televisiones. Del mismo modo que Juan Cueto ha dicho siempre que ese rectángulo verde que es el televisor nació para retransmitir partidos, parece que ese invento también se hizo para el fútbol concebido como una obra de arte, no como un espectáculo de catch-as-can. Esa soberanía del estilo que vino aquí desde América con Di Stéfano y desde Holanda con Cruyff es una concentración de inteligencia tranquila que ahora es la más comprensible de las estéticas futbolísticas.

Por eso ahora que empieza la Copa América, donde tiene su trono ese fútbol primigenio, cabe gritar ¡Viva América! Y no sólo por el fútbol, sino por tanta luz como nos da ese continente.