Inglaterra 66, la nostalgia siempre vende

Se cumplen 50 años de la victoria de Inglaterra en la final del Mundial 66 y parece que no ha pasado el tiempo, una evidente ilusión impregnada de la habilidad de los británicos para vender un producto imperecedero: la nostalgia. No es un valor cualquiera. Buena parte de su reciente portazo a Europa se debe a la arraigadísima idea que tienen de sí mismos, relacionada con varios factores aparentemente diferenciales, desde la insularidad hasta sus peculiares hábitos, pasando por una irresistible fascinación por la época imperial, que como la final del 66 parece que nunca les queda lejos.

Era sábado, 30 de julio de 1966, sólo 21 años después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Las bombas V-1 alemanas alcanzaron suelo inglés hasta los últimos días del conflicto. Todavía en 1954, el Reino Unido vivía sometido al racionamiento de alimentos. La perspectiva de jugar la final de la Copa del Mundo frente a Alemania conjuraba desgraciadas memorias y también una sensación de alivio. Si el fútbol es la guerra por otros medios, el partido de Wembley dirimía de forma pacífica cuestiones que se escapaban del simple juego.

Parecía que la historia estaba del lado inglés. Habían ganado la guerra y habían inventado el fútbol. Una imprevista revolución se había apoderado de sus calles y de su cultura. La música pop había trascendido su condición de divertimento juvenil para convertirse en una arrolladora bandera social. La juventud detestaba el viejo mundo y sus viejas estructuras. La inexperiencia era menos importante que la vitalidad y la energía creativa. Los Beatles habían conquistado América dos años antes. Londres era la capital juvenil del mundo.

Sin embargo, la mayor parte de los 97.000 espectadores que acudieron a Wembley parecían figurantes de un tiempo anterior. Dominaban los trajes y las corbatas oscuras, los cortes de pelo de las tradicionales barberías, nada de melenas y ropas desafiantes. Los Kinks podían dominar las listas de ventas con su espléndido Sunny Afternoon, pero en la calle se sentía la decadencia económica y política. El imperio estaba en la cabeza de la gente, no en la realidad de cada día. Estados Unidos se había erigido en el nuevo poder imperial tras la Segunda Guerra Mundial y dictaba las reglas.

Un día antes del partido, el primer ministro británico, el laborista Harold Wilson, se había entrevistado en Washington con el presidente Lyndon B. Johnson. Los americanos estaban preocupados con la profunda crisis económica del Reino Unido. Los británicos requerían la ayuda de Estados Unidos. Wilson voló a Londres el día de la final. Contestó a más preguntas políticas que futbolísticas. Era un buen hincha del Huddersfield y amigo de Bill Shankly, el técnico escocés que acababa de ganar la Liga con el Liverpool.

La final enfrentaba a dos equipos europeos por vez primera desde 1954, el año del milagro de Berna. Nueve años después del final de la guerra, Alemania derrotó (3-2) a Hungría, favorita universal. La victoria trascendió el fútbol y alcanzó una enorme relevancia patriótica. Se dijo que aquel día comenzó el “milagro alemán”. La prosperidad era tan significativa en los años 60 que Alemania figuraba ejemplo de eficacia y productividad. Su fútbol tenía la misma fama. El equipo había alcanzado la final sin demasiados apuros. Era una selección joven con dos estrellas emergentes: Franz Beckenbauer (20 años) y Wolfgang Overath, el exquisito zurdo del Colonia.

Inglaterra no había ganado ningún Mundial. En 1950, fue derrotada en Brasil por España y Estados Unidos, una afrenta insuperable para los inventores del fútbol. Buena parte de su mejor generación había muerto en el accidente del avión que transportaba al Manchester United desde Belgrado a Inglaterra, en 1958. Uno de los supervivientes, Bobby Charlton, había disputado los Mundiales de 1958 y 1962, donde los ingleses pasaron inadvertidos. El mito inglés comenzaba a derrumbarse en todo el planeta, menos en Inglaterra.

Un hombre de pocas palabras, hermético, dirigía la selección inglesa. Alf Ramsey, extécnico del Ipswich Town, había construido un equipo que no enamoraba. Nunca le interesó la creatividad. “En el mejor de los casos, tres pases”, solía decir. Había reunido un grupo sin otras figuras que Bobby Moore, el rubio y formidable central, y Bobby Charlton, antiguo extremo convertido en centrocampista de largo aliento. El habilidoso y goleador Jimmy Greaves ya no tenía sitio en el equipo. Su puesto lo ocupaba el joven Geoff Hurst, un poderoso ariete que llegó entre críticas y salió como héroe del Mundial.

Helmut Schön, entrenador alemán, diseñó un 4-2-4, el dibujo habitual de la época. Beckenbauer y Overath se ocuparían del medio campo, aunque Haller, estrella del Bolonia, también volanteaba con inteligencia. Alf Ramsey había encontrado la táctica por casualidad. Meses antes, en un partido de entrenamiento ante la selección Sub-23, no pudo disponer de algunos jugadores. En lugar del 4-2-4, utilizó el 4-4-2, con el incansable pelirrojo Alan Ball por la derecha y Martin Peters por la izquierda. El experimento funcionó tan bien que Ramsey utilizó ese dibujo en los cuatro últimos partidos del Mundial.

La final fue enérgica y bastante bien jugada, con algunos aspectos que quedarán para la historia. Ramsey ordenó a Bobby Charlton que marcara a Beckenbauer, ante la sorpresa del jugador inglés, poco conocido por su desempeño defensivo. Schön exigió a Beckenbauer que se ocupara de Charlton. Apenas tuvieron relevancia en la final, presidida por el partidazo de Ball, el más joven de los finalistas, los tres goles de Hurst, la prevalencia del 4-4-2 en Inglaterra durante décadas y la decisión más controvertida en la historia del fútbol.

Después del empate alemán en el último minuto del tiempo reglamentario (el central Weber marcó el primero de los innumerables tantos de última hora que han hecho famoso a Alemania), Hurst cabeceó en la prórroga un centro desde la derecha que el portero Tilkowski desvió levemente. La pelota golpeó la parte inferior del larguero, golpeó el suelo, probablemente con un sector del balón sobre la raya de gol, y salió despedida hacia el interior del campo.

Gottfried Dienst, el árbitro suizo de la final, hizo mutis y dirigió su mirada al linier Bakhramov, soviético por vía de Azerbayán. Bakhramov se había quedado quieto, lo que invalidaba el criterio del gol que pedían los ingleses. Ante el estupor de los alemanes, hizo un gesto a Dienst, que validó el tanto inglés, el tercero del partido. El lío no se olvidará nunca. El cuarto, también de Hurst, llegó en el último instante del encuentro, con Alemania desarmada en su intento de empatar.

Para los ingleses fue mucho más que una victoria. Confirmó, siquiera por una vez, que eran los dueños del fútbol. Desde entonces, han pasado 50 años y se han disputado 12 finales más. Inglaterra no ha alcanzado ninguna. Algunas han dejado mejores equipos que aquella selección industriosa, pero es difícil encontrar una final más celebrada, más intacta en el recuerdo colectivo de una nación y mejor comercializada. A día de hoy, los ingleses han hecho con la final del 66 algo de lo que mejor saben: vender la nostalgia como el más potente de sus productos.