Reina Vera

Pocas gimnastas han fascinado más al público que la checa Vera Caslavska, fallecida a los 74 años, después de una vida que la encumbró como una de las deportistas más trascendentes del siglo XX y como un símbolo de la resistencia política al poder soviético. Sus medallas olímpicas —siete de oro y cuatro de plata en tres ediciones de los Juegos— dicen menos, por extraordinaria que fuera la cosecha, que su peripecia en México 68, donde su figura alcanzó una magnitud comparable a la Tommie Smith, el fabuloso velocista —ganador en los 200 metros— que protestó puño en alto contra la segregación racial durante la interpretación del himno estadounidense.

Alrededor de Caslavska, hay un antes y un después para casi todo. Para la gimnasia, para el drama, para la rehabilitación y para la tragedia final. Hija de unos tenderos de Praga, su establecimiento fue decomisado por los soviéticos en 1948, tras la instauración del brutal régimen de Klement Göttwald. Sus habilidades como gimnasta no pasaron inadvertidas. Con 16 años participó en los Campeonatos de Europa, con 18 ganó una medalla de plata en los Juegos de Roma 60, donde despegó para convertirse en la mejor gimnasta del mundo. Logró dos medallas de oro y dos de plata en Tokio 64, preámbulo de su impresionante demostración en México 68.

Diferente. En el imaginario popular de los últimos 50 años ha emergido un tipo de gimnasta que no existió hasta la década de los 70. Ninguna fue más famosa y relevante que la rumana Nadia Comaneci, la niña de 14 años que cautivó al mundo en los Juegos de Montreal 76. Cuatro años antes, otra rusa de 14 años produjo un impacto casi parecido. Se llamaba Olga Korbut. Era una chiquilla con coletas que trasladaba la gimnasia al mundo lolita. Seducía por su gracia como gimnasta y por un novedoso aire adolescente. Nada que ver con Vera Caslavska en México 68.

La rubia checa era una atleta de 26 años que emanaba un atractivo opuesto al de sus sucesoras. En comparación, se trataba de una belleza adulta, curvilínea, elegante, de un sex appeal innegable. Sin embargo, Caslavska había representado un salto notable con respecto a sus predecesoras. Era más potente, compacta y veloz. Sus acrobacias llevaron la gimnasia a un nuevo territorio. Atrás quedaron las gimnastas más cercanas a la danza que a la explosión atlética.

Favorita antes de los Juegos, Vera Caslavska no pudo, ni quiso, alejarse de los tormentosos días que sacudieron la escena política de la antigua Checoslovaquia en 1968. La incipiente democratización del gobierno presidido por Alexander Dubcek alimentó un entusiasmo popular que cuestionó la estructura surgida de la Guerra Fría. En el año del mayo francés, de la ofensiva del Tet en Vietnam y del Black Power en Estados Unidos, pocos sucesos conmovieron más al mundo que la Primavera de Praga.

Caslavska firmó el Manifiesto de las 2.000 Palabras, en apoyo de la democratización del régimen. Como le sucedió al legendario fondista Emil Zatopek, Vera Caslavska pagó un altísimo precio por su compromiso político, que se hizo aún más palmario en los Juegos de México. En agosto de 1968, los tanques soviéticos invadieron Checoslovaquia. La gimnasta se encontraba en Moravia, en la última fase de entrenamientos para los Juegos. Avisada de las consecuencias que podrían derivarse de su apoyo a los disidentes, Caslavska se refugió en la zona más profunda de los Cárpatos, en los montes Jesenik. Durante tres semanas se preparó en condiciones de absoluta precariedad, en los prados y bosques, sin ningún material adecuado.

Tres semanas antes de los Juegos recibió el permiso para competir en México. Nada anticipaba el ciclón deportivo y político que se avecinaba. Caslavska estaba decidida a ganar a las rusas en todas las especialidades. Las soviéticas tenían la orden de derrotar a la irritante checa. Durante una semana, el gimnasio fue escenario de los prodigios de Vera Caslasvska, ganadora de cuatro medallas de oro, incluido el concurso individual, y dos de plata. A sus proezas gimnásticas añadió la habilidad para ganarse al público. En los ejercicios en el suelo sonaron las notas de Allá en el rancho grande y Jarabe Tapatío (Danza del sombrero), dos de las canciones más representativas del folklore popular mexicano. El público enloqueció.

Escandaloso. Sus victorias encontraron respuesta en los jueces rusos, que inevitablemente rebajaban la nota a Caslavska o se la elevaban a las soviética, algo especialmente escandaloso en el ejercicio en el suelo, donde la rusa Petrik compartió la medalla de oro con la estrella de los Juegos. El abucheo del público se convirtió en un clamor. Durante la ceremonia de reparto de medallas, sonó el himno checoslovaco en primer lugar. Cuando arrancaron las notas del ruso, Caslavska agachó la cabeza y desvió la mirada hacia otro lado. En ese momento se labró gran parte de su destino.

Un día después de terminar su aventura olímpica en México, se casó con su compatriota Josef Odlozil, subcampeón olímpico de 1.500 metros en los Juegos de Tokio 64. Tras la ceremonia civil en la capital mexicana, más de 10.000 personas se reunieron alrededor de la iglesia donde se celebró la boda religiosa. Los titulares de los periódicos se referían a ella como la Reina Vera. Y así lo parecía.

El regreso a Praga significó un drama en toda regla. Las autoridades comunistas exigieron a Caslavska que repudiara su participación en el Manifiesto de las 2.000 Palabras. O eso, o no encontraría trabajo en el mundo de la gimnasia. Todos los años, cada 3 de enero, Vera pasaba por el despacho de Antonin Himmel, el ministro de Deportes, para solicitar un puesto en el grupo de entrenadores del equipo nacional. La respuesta era inevitablemente negativa. La campeona no repudiaba su participación en el manifiesto democrático.

El 3 de enero de 1975, Vera Caslavska acudió puntualmente al despacho de Himmel. Se cubría con un abrigo. Debajo llevaba un ceñidísimo atuendo de gimnasia, de escote profundo, según relató al diario L’Equipe muchos años después. “Llevé mi ropa de trabajo. No estaba dispuesta a abandonar el despacho sin recibir la autorización para entrenar”, declaró. Por temor al escándalo, Himmel le dio permiso para trabajar en un pequeño gimnasio local, con una particularidad: de ninguna manera podía abandonar Checoslovaquia.

México. Su suerte cambió levemente por el entusiasmo que había generado en México. El presidente de la República, José López Portillo, solicitó al gobierno de Praga la conformidad para que Vera Caslavska entrenara al equipo nacional mexicano. En medio de la crisis de petróleo que afectaba a Checoslovaquia, recibió el permiso en 1980. Regresó un año después, con la negativa a hablar con la prensa.

Fue Juan Antonio Samaranch, presidente del COI, el hombre que rescató públicamente a Vera Caslavska y Emil Zatopek. En 1985, cuatro años antes de la caída del comunismo tras el Telón de Acero, Samaranch entregó a los dos gigantes del deporte checo los galardones del Comité Olímpico Internacional como reconocimiento a sus proezas. Tras la caída del muro de Berlín, la figura de Caslavska alcanzó una considerable magnitud popular. Fue nombrada presidenta del Comité Olímpico Checo y formaba parte del círculo íntimo del presidente Vaclav Havel.

A su amistad con Havel se debe en alguna medida su tragedia final. Divorciada en 1988, su exmarido murió en 1993 a manos de su hijo Martin, tras una pelea en un bar. En 1997, Havel dio la orden de liberar al muchacho. La indignación popular fue tan enorme que Vera Caslavska dimitió de sus cargos, desapareció de la escena pública y entró en una depresión tan profunda que ingresó en un sanatorio psiquiátrico.