Samaranch se fía de Pekín

Samaranch se fía de Pekín

El Comité Olímpico Internacional (COI) toma cada cuatro años una decisión trascendental: la de elegir la sede olímpica. Tiene enorme importancia, porque estamos hablando de una resolución que, en este caso concreto, puede cambiar el rumbo del mundo. Estaríamos ante el reconocimiento mundial de que en China comienza a haber estabilidad y de que esperamos su integración con los brazos abiertos. El COI —Samaranch en este caso— difícilmente dejará pasar la oportunidad de entrar en la historia como el organismo —el hombre— que integró a China.

Para celebrar bien unos Juegos Olímpicos no hace falta irse hasta la China, y esta vez nunca mejor dicho. Hay unas cuantas ciudades en el mundo que podrían y querrían hacerlo. De todas ellas, Estambul y Osaka han quedado descartadas ante el dictamen desfavorable del COI. Quedan Pekín, París y Toronto. Estas dos ofrecen garantías. Pekín se supone que también, pero es una apuesta de mayor riesgo. El COI da por bueno que Pekín cumplirá con todo lo que promete, pero en contra de sus principios, porque tiene que ver para creer antes de dictar un informe favorable.

Ocurre que Samaranch piensa —y Rogge también, por algo es su delfín— que si el COI eligiera a las ciudades que mejor organizasen los Juegos, se entraría en un círculo vicioso. Por eso no le importa arriesgar cuando hay una candidata que ofrece garantías. Pekín las da. El gobierno pone a todos los chinos a trabajar y no paran. Y a ver quien se opone a la multimillonaria inversión. Si hay que hacer los Juegos, se hacen. Y punto. Cuando se celebren, imperará la tregua olímpica. Como en Atlanta, donde no hubo sentencias a muerte ni ejecuciones mientras la llama estuvo encendida.