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Hay que tener un par...

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Lo digo por experiencia: perder la cuenta de las veces que pasas por un quirófano y no saber si vas a poder caminar cuando termine toda esa tortura, es algo que no se lo deseas ni al peor enemigo. Si eso le ocurre al mejor delantero del mundo y en el momento cumbre de su carrera, o lo tomas como el gran reto de tu vida o te hundes para siempre. Ronaldo, en abril de 2000, en el estadio Olímpico de Roma, vio cómo su rodilla se hacía añicos. Segunda vez que le ocurría. Los ingleses, tan dados a apostar, hubieran pagado cien a uno a que no volvía a jugar al fútbol nunca más. Se refugió en París. Rodeado de los amigos de verdad, de su familia y de un tesón que hoy, pasado el tiempo, se debe resaltar, decidió coger el toro por los cuernos. Su vida, a esas alturas, estaba ya resuelta. Su ego como futbolista, también. ¿Le echaría un par?

Cuando la madrugada del pasado miércoles estaba a un punto de regresar a Madrid, me confesó desde el aeropuerto de Roma que, al llegar al estadio, vio la misma camilla y la misma ambulancia que el día de la desgracia. Cuatro años y medio después. Otra prueba más para vencer a unos recuerdos que le mortificaron durante dos años. A los diez minutos de partido acabó con ese punto negro de la única forma posible: marcando un gol. Esta vez sobraba la camilla, sobraban también las sirenas de la ambulancia. El destino quiso que se cobrara la recompensa en el mismo lugar donde la lógica decía que su carrera había terminado. Cuando pasen los años, la recuperación de Ronaldo se analizará en muchos congresos médicos. No sería malo que también sirviera como ejemplo de superación personal. Con un par y mucho esfuerzo.