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Se había ido hace mucho

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Fue un huracán, arrollador, formidable, hierro puro, dinamita en los puños. El primero que me habló de él fue José María Martín Búfalo, quien entonces vivía en EE UU con Alfredo Evangelista y trabajaba en el campo de entrenamiento de Don King. "Aquí hay un peso pesado que rompe las paredes, un pegador terrible, quieren que sea el campeón del mundo más joven de la historia. Apunte su nombre: Mike Tyson". Pocos le conocían entonces en España. Le entrenaba Cus D'Amato, el hombre que también había llevado a la cima a Floyd Patterson. El peso pesado en la década de los ochenta había perdido brillo. Ya no estaba el maravilloso Alí y Larry Holmes ganaba muchos combates pero no despertaba pasiones.

Tyson trajo su poderío físico, su imagen de peleador descarnado, sus gestos en los que pretendía homenajear a los campeones negros del pasado como Jack Johnson y Joe Louis. Vivía sólo para el boxeo, su vida sólo tenía un sentido: derribar rivales. Entonces no lo sabíamos pero el mejor Tyson lo vimos la noche que destruyó a Michael Spinks en 1988. Mike tocó el cielo, generó cataratas de dólares, protagonizó escándalo tras escándalo, mordió a Holyfield, fue condenado por violación, estuvo en la cárcel... Y perdió sus músculos de hierro. Los últimos años han sido un calvario. Ahora dice que se va. Se equivoca. El pegador terrorífico que yo admiré no existía hace muchos años. Ese juguete roto al que tumbaron el otro día no era Mike Tyson.