El silencio de los cochinillos

El silencio de los cochinillos

Siguiendo las enseñanzas de mi admirada agente Starling intentaré ponerme en el pellejo de aquellos cuyas acciones me parecen más incomprensibles para intentar descifrarlas, que no justificarlas. Así, podría entender al joven abandonado por su novia o con ella de viaje (casos que provocan frustración o euforia, indistintamente), que come con sus amigos en un asador, prolonga la fiesta hasta la hora del partido y penetra en el estadio con una cabeza asada de cochinillo en el bolsillo interior de la trenca, ocultación pringosa, pero fragante. Luego, la apuesta infantil y la inmadurez hacen que el hocico bese el césped. Más que violencia, estupidez.

Sin embargo, por más que lo intento, no logro ponerme en la psique de quien entra a un estadio con la cabeza cruda de un cerdo, acción que implica espeluznante premeditación, visita a la carnicería, quiero suponer que posterior conservación en la nevera y, por fin, acceso al estadio con el bicho segregando fluidos, lo imagino y me mareo. Y luego está el aspecto emocional, porque el roce hace el cariño y es habitual encariñarse con los animales (no horneados) y especialmente si quien observa su carita acaba viendo reflejada la suya propia. Pues fue y lo abandonó. Pobre cochino.