En el ciclismo importan mucho los resultados, pero también el carisma. Sólo así se entiende que la popularidad de Óscar Sevilla entre la afición sea parecida (o mayor) a la de Roberto Heras. Pero en el caso de Alejandro Valverde se dan las dos circunstancias: es un campeón por sus resultados y un crack por su personalidad. Valverde nos gana a todos con su eterna sonrisa. Rara vez desaparece en sus escasos reveses en la meta, para retornar instantes después a su rostro. Valverde digiere pronto los disgustos, no se lamenta, mira hacia delante y masculla la forma de tomarse rápida revancha.
Es un tipo implacable, pero sólo cuando se monta en una bicicleta y afronta una competición. Pues incluso cuando se entrena sigue siendo el mismo chaval sencillo al que le gusta marchar con sus amigos de siempre y tomarse la tostada de jamón dulce que le prepara el señor Ángel. Agobiado cada vez más por una repercusión mediática que acepta como parte de su trabajo, pero a veces le sobrepasa, Alejandro tratará de mantener esa sonrisa en el Tour antes de que salga la etapa y después, ya en la meta. Pero entre medias: al enemigo, ni agua.