De repente, salió un humo del Ferrari...

De repente, salió un humo del Ferrari...

Decía Woody Allen en una entrevista en L'Equipe de hace un par de años que le gustaba el espectáculo deportivo por su capacidad sin igual para alterar los guiones previstos, para producir de golpe un suceso que cambia radicalmente el curso de los acontecimientos. Lo recordé ayer, cuando, aburrido y casi desconsolado por ver a Schumacher rodar infaliblemente en cabeza (esto se va sin remedio, pensaba yo) apareció de repente una humareda que alteró bruscamente no ya la carrera, sino el Mundial. De una pesarosa derrota mínima, Alonso pasó a la goleada. A rozar el Mundial con las manos.

Alonso tenía razón: había que tener paciencia. Sólo que no le veíamos ganar desde Canadá y empezábamos a ponernos nerviosos. Una mala racha, eso es todo. El Mundial es largo, como suele decirse de la Liga de fútbol, y hay tiempo para todo y para todos. Para días buenos y malos, para lluvias y soles, para repostajes buenos y malos, para calor y fresco, para neumáticos de estos o de los otros, para que se pare este coche o aquel. Y como es tan largo y pasan tantas cosas, lo normal es que se repartan las buenas y las malas, y se anulen unas con otras, y que al final gane el que más lo merezca: el mejor.

Y Alonso está a punto (a un punto) de ganar un Mundial mucho más meritorio que el anterior, porque se lo ha jugado ante un supercampeón en plenitud, con coche, neumáticos y las ganas del que se quiere retirar campeón. Ha sido una pelea de igual a igual... o casi. Han ganado las mismas carreras, tienen el mismo número de abandonos. Pero a Alonso le queda un remango de diez puntos para Interlagos. Porque ha sido el mejor. Y eso, a la larga, se nota, aunque una mala racha nos haya hecho sentirnos bajo una nube negra. Pero sólo era uno de esos guiños del deporte que enamoran al genial cineasta.