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Trescientos kilómetros de inquietud

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Reconozco que empiezo a estar un poco de los nervios. Hasta el domingo, a eso de las ocho y media de la tarde, la incertidumbre de lo que pueda ocurrir en Interlagos me tendrá en vilo. Mucho es lo que hay en juego y todo a una carta, una especie de órdago que puede ser ganador o no. Personalmente, comparto el criterio de Alonso de que no habrá guerra sucia en Brasil, sería algo así como enviar a un pirómano a un parque de bomberos. Se ha hablado tanto de este asunto, que si alguien tuviera la osadía de intentar alguna jugarreta dudo mucho que pudiera salir impune. Medio mundo estará pendiente de esa carrera y no me cabe en la cabeza que Massa se tire en plan suicida a por Fernando intentado favorecer a su compañero Schumacher.

Me preocupa mucho más todo lo que de imprevisible tiene el deporte, más aún cuando interviene la armonía de un hombre y una máquina. A lo largo de esta apasionante temporada hemos tenido muestras de lo delgada que es la línea que separa la gloria del fracaso, de lo frágil que puede llegar a ser el triunfo y lo cruel de la derrota. Una carrera de Fórmula 1 son trescientos kilómetros de inquietud, esperando que el coche no se rompa, que el motor no se pare, que nadie te embista, intentando no desconcentrarte y fallar, rezando porque no llueva... o porque lo haga, quién sabe. En fin, que llevo dos semanas preparándome para sufrir aunque con el convencimiento de que, si hay justicia (deportiva, se entiende), el premio será de los gordos.