En busca del primo del recreo

En busca del primo del recreo

Nada solemne se puede escribir junto al retrato adyacente, de manera que haré el esfuerzo (leve) de meterme en el papel. Soy un niño, de unos cinco años, vestido de futbolista, de ahí la gallarda sonrisa. Lo que se oculta resulta determinante. No piso ningún balón, hecho que presagia que la afición no se acompañará de la habilidad. Las botas están relucientes y los taquitos arañan, lo que incide en la misma idea: el niño será un teórico. La moderada evolución es previsible. Tengo la teoría de que la ley natural del recreo se invierte en la edad adulta. Entonces se cumple la venganza de los gafotas y los compañeros a los que hicimos sufrir se convierten en presidentes de grandes corporaciones. Eso debería compadecernos de Bill Gates y otros millonarios. Y también debería compadecernos de los torturadores.

En esa infancia de pantalones de peto y de opresores pasamontañas (llamados oportunamente verdugos) teníamos un par de cosas claras. Sabíamos que la cercanía de los padres garantizaba seguridad y, llegado el caso, palmaditas tonificantes. También teníamos claro que en la soledad del colegio no había mejor ayuda que un fornido pariente de grado superior, a ser posible con incipiente mostacho, lo que hoy llamaríamos un primo Zumosol. Dicho familiar nos libraba de embrollos y ahuyentaba los problemas con pantalón corto. Mi primo se llamaba Nacho. El de Calderón se llama Platini. El mío era fiable y este no lo sé. Ya no hay primos como los de antes.