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Y sin embargo te quiero

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Cuando dos competidores de alto nivel se declaran amigos, aficionados y periodistas entramos en cierta confusión. Nuestro primer impulso es desconfiar, pues pensamos que la rivalidad reiterada es incompatible con la amistad sincera. Desde esa convicción asistimos a los duelos deportivos deseando que salte una chispa que nos permita decir, por fin, que se ha declarado la guerra, la hostilidad que siempre imaginamos latente. Es un hecho: resulta más atractivo el combate entre adversarios con cuentas pendientes y con venganzas por cumplir. Es más fácil posicionarse, gozar, sufrir, odiar.

Tal vez nos haya ocurrido esto en el caso de Contador y Schleck. Quizá vimos en el ataque de Alberto la posibilidad de construir una rivalidad histórica que se alimentaría permanentemente con la respuesta de uno y la contestación del otro. De pronto nos encontramos ante un mejor Tour y ante unas mejores tardes de verano. Pero fue un sueño, seguramente malévolo. Estos rivales se aprecian y será bueno aceptarlo. Su pelea no es despiadada, sino casi fraterna. Y también hay morbo en eso.