Era un fin de raza: con su bigote desvaído, Migueli era un beatle del balompié, uno de esos futbolistas heroicos a los que no asustaban las entradas ajenas, ni las propias; jugaba como si ese fuera su último partido, y arremetía contra los contrarios como si fuera a heredar la empresa. Casi todos sus errores se basaban en el amor por los colores. Ahora mira hacia atrás sin ira; se le ha olvidado, incluso, que se enfrentó al más grande entrenador del Barça antes de Guardiola. Tiene por Cruyff la elegancia de la comprensión: el míster es un hombre en la historia. Sus recuerdos no son sólo los de un futbolista que precede a Xavi en los records de titularidad, sino los de un aficionado.

Migueli es de esa clase de jugadores que son capaces de saltarse el cuartel e incluso la prudencia en las entradas con tal de defender la posición, como un soldado. Era un aficionado de su equipo. Ya de eso hay poco en el fútbol actualmente. Está Puyol, que es de su estirpe, está Xavi, que tiene por el contrario un respeto del que él parecía carecer, y está Messi, claro, su apuesta más fuerte para este tiempo. Su mirada al fútbol tiene esa melancolía: como él hay pocos, pero los que hay como él se miran en ese espejo al que hoy da brillo Migueli.